Editor’s note: This article was published in English on Glasstire on June 15. Find that here.
Traducción de Yolanda Chichester Fauvet.
Lo que sigue es la segunda parte de una serie de tres crónicas de arte y viaje escrita por la autora y curadora, Leslie Moody Castro. Encuentra la primera parte aquí.
Casi de inmediato todo se volvió más complicado en Monterrey. Era evidente que habíamos llegado a un lugar muy, pero muy diferente al otro en el que habíamos estado. Pasamos por Guadalajara con la ayuda de una comunidad de artistas visuales muy desarrollada; en contraste, la ciudad de Monterrey se sentía inasible.
Esa noche salimos del aeropuerto y nos topamos con un calor húmedo y agobiante. La ciudad, en toda su extensión, brillaba en la cuenca debajo y a través de las montañas que la rodeaban. Contemplamos el paisaje durante los casi cuarenta minutos que duró el viaje por un sistema de carreteras complicadas pero prístinas. La visita a Monterrey iba a ser corta, solamente de un día y medio, pero contábamos con el mejor guía: Ernesto Walker, un nuevo elemento de la escena artística de Austin que antes vivía en Monterrey.
Esa noche nos enfocamos en instalarnos y en descansar un poco para estar preparados para el día siguiente, un plan estropeado por un fallo en el sistema de ventilación en nuestro Airbnb. Esa primera noche fue calurosa e intranquila para todos nosotros.
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Ernesto nos recogió a las diez de la mañana del día siguiente. Nos amontonamos en su coche, emocionados de iniciar nuestro día en el municipio de San Pedro, probablemente el barrio más acaudalado de todo el país. Comparada con la mayoría de las ciudades de México, Monterrey es única dada su identidad de ostentosa riqueza junto con sus décadas de violencia. Su escena del arte contemporáneo ha sufrido ciclos de auge y decadencia que han sofocado su desarrollo. Estábamos ansiosos por empezar a comprender esto.
Teníamos planeado un día muy largo con visitas a espacios muy variados, por lo que sentíamos como si estuviéramos cayendo a través de los agujeros metafóricos de una comunidad cuya existencia todos aseguraban, pero que nosotros no podíamos entender. Nuestra primera cita fue en La Cresta, una galería comercial con un ambicioso programa dirigido por Abril Zales, una curadora igual de ambiciosa. Llegamos más de veinte minutos tarde después de un encuentro policíaco y deambulamos por ahí. Subimos y bajamos por los elevadores, tratando de orientarnos dentro del masivo y brillante nuevo complejo comercial, casi vacío, que era el hogar de La Cresta.
Nos sentimos perdidos; había una sensación de desorientación puesta entre nosotros y nuestro entendimiento de la ciudad, tanto a nivel geográfico como a nivel cultural. Abril nos compartió historias sobre la comunidad, sobre una nueva generación de artistas que está adquiriendo inmuebles de sus familias para usarlos como espacios para proyectos artísticos. Ella fue la primera de muchos en decirnos que estos espacios y proyectos existen más allá de los alrededores de la ciudad, en áreas que no están concentradas en un barrio o un centro particular. Nos aseguró que era un momento emocionante para estar en Monterrey, un sentimiento compartido por todas las personas a las que conoceríamos en esta parte del camino; sin embargo, se trataba de una sensación a la que no pudimos acceder y de la cual nunca fuimos testigos.
Ese día nos quedamos en el municipio de San Pedro. Después de hablar con Abril, nos dirigimos a una sección más vieja del municipio, una que se sentía como ciertos pueblos que podrías toparte en Chiapas o Oaxaca, escondida muy arriba en las montañas donde una helada niebla de altura permanece justo encima de los árboles. Ahí visitamos Leun’un, una galería y taller dirigida por un dúo que también ofrece clases de arte. Su modelo se basa en el concepto de que una galería tipo cubo blanco es sustentada y apoyada por talleres y clases de cerámica, dibujo y pintura, entre otras técnicas. Su método consiste en hallar puntos de encuentro para mentes curiosas por medio de las clases para después exponer esta curiosidad al arte contemporáneo a través de un espacio tipo cubo blanco con exhibiciones curadas. Habían encontrado un modelo que les funcionaba; su programa ha existido por casi una década y ha sobrevivido múltiples mudanzas, un efecto secundario del aumento del precio de las rentas en la región y los costosos inmuebles.
Caminamos un par de cuadras hacia el despampanante y bien escondido cubo blanco de FIFI Projects, donde saludamos a nuestro querido amigo y director Eduardo López. A todos nos voló la cabeza la prístina exhibición del artista Brian Eno en un espacio igual de prístino. Eduardo nos condujo por la sala de conferencias y la galería mientras nos informaba sobre sus planes para la galería tanto en Monterrey como en otros lugares. Nos habló sobre la cultura conservadora alrededor de los coleccionistas que había en la ciudad, un problema que todavía era opaco para nosotros y que, a su vez, era similar al que tenemos en nuestra propia ciudad de Austin.
Monterrey sólo tiene una institución grande que se dedica a las artes visuales: el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey (MARCO), localizado en el centro de la ciudad. Un gran número de personas acaudaladas donan dinero para financiar MARCO, pero muy pocas veces adquieren obras de artistas vivos. Por el contrario, su método para coleccionar es un reflejo de la cultura industrial que fue establecida en Monterrey desde hace mucho tiempo. En paralelo a su fortuna, Monterrey ha sido una ciudad industrial durante mucho tiempo. Está rodeada de fábricas y aquí todo parece tener un propósito financiero. Adquirir una obra clásica de la naturaleza muerta parece tener más sentido para un coleccionista de Monterrey que tomar el riesgo de invertir en la carrera de un artista joven. Desde hace tiempo, Eduardo se ha hecho cargo de llevar obras conceptuales y experimentales al sector comercial de las artes, y ha logrado acceder a un mercado coleccionista donde se ha vuelto de confianza. Aunque también nos aseguró que esto no ocurrió sin riesgos, sacrificios y la inversión de un significativo periodo de tiempo en la construcción de relaciones.
Nuestra última parada del día fue para ponernos al tanto de qué había estado produciendo Ernesto desde la última vez que lo vimos. También hicimos planes para ir por unos tacos y unos tragos, y así conversar en un ambiente más informal. Caminamos hacia la casa y estudio de Ernesto donde quedamos impactados con la vista que abarcaba toda la ciudad. Su casa estaba situada en la cara de una de las montañas y su balcón ofrecía una vista impecable de la ciudad abajo. Mientras todos sacábamos nuestros teléfonos para capturar el momento, Ernesto explicó que en realidad una cordillera circundaba la ciudad y que ese día las montañas estaban ocultas detrás de una espesa capa de smog que cubría, como una cobija pesada, más montañas a la distancia.
Ernesto nos habló sobre sus proyectos más recientes, sobre ganar una prestigiosa beca federal y sobre obras incluso más ambiciosas que tenía en mente. Los cuatro nos sentamos en su sala y, mientras el ambiente de la visita al estudio se transformaba en unos cócteles de media tarde, comenzamos a hablar sobre la ciudad en sí. Habíamos empezado a percibir un sentimiento de desconexión en la comunidad artística de Monterrey; por alguna razón los artistas no hablaban con los galeristas, o los galeristas no visitaban los nuevos espacios artísticos, o una extraña falta de “filtración” de la riqueza y accesibilidad causaba que se formaran microcomunidades que no se comunicaban entre sí. De nueva cuenta, parecía que dicha escena del arte se nos escurría entre los dedos.
Este sentimiento se reforzó más tarde cuando Ernesto, Eduardo, Wimpy, Zac y yo nos sentamos para ponernos al tanto y discutir el día. Mientras más conversábamos, más nos quedaba claro que la descentralización del mundo del arte contemporáneo de la Ciudad de México era necesaria; los artistas necesitaban, ya sea, quedarse allí e invertir en sus propias comunidades o salir y luego volver para construir una comunidad basada en el conocimiento que obtuvieron en otro lugar. Esa tarde me senté en medio de cinco hombres y, de manera informal, moderé preguntas y respuestas mientras la conversación viraba en torno a la idea de la responsabilidad y la comunicación entre los estratos de una comunidad artística: los artistas son responsables de invitar a los galeristas a sus exposiciones, los galeristas tienen las responsabilidad de presentarse, los coleccionistas son responsables de apoyar a los artistas vivos, etcétera. Lo más sorprendente era que la conversación volvía una y otra vez al asunto de los bienes raíces, un asunto que los ciudadanos de Austin conocen muy bien.
Monterrey tiene espacio; está plagada de edificios que permanecen vacíos hasta que se les encuentra un uso nuevo o hasta que son demolidos para que las instituciones constructoras cobren los beneficios fiscales. Rentar un edificio en transición les permitiría a los artistas gozar de un complejo de estudios compartido, un modelo que se puede encontrar en ciudades como Guadalajara, y permitiría que las comunidades se conectaran. Pero el inaccesible mercado de los bienes raíces de Monterrey, incluso el de los terrenos vacíos, hace que esta meta sea casi imposible.
Pareciera que el reiterativo ciclo de creciente inaccesibilidad sumado al constante y visible exceso de espacio contribuye a los altibajos de la identidad artística de Monterrey. Decidimos dejarlo ahí, pues había sido un día muy largo, y regresamos a nuestro Airbnb. El sistema de ventilación todavía estaba descompuesto.
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Todos dormimos mejor aquella segunda noche en la ciudad. Una brisa fría se hizo presente y ayudó que durmiéramos mucho más cómodos que la noche anterior. El próximo día teníamos programado un vuelo nocturno a la Ciudad de México. Éste sería el último día de viaje para mí y para Wimpy. Sería un día lleno de visitas a estudios de Monterrey, de observar las perspectivas de los artistas con respecto a la escena y de construir amistades más allá de las asociaciones institucionales. Esperábamos que el día nos trajera mayor claridad, así que nos amontonamos otra vez dentro del auto de Ernesto y nos dirigimos hacia la casa-estudio de Tahanny Lee Betancourt.
Tahanny le da a su audiencia mucho más de lo que espera recibir a cambio. Durante la visita de estudio, de nuevo nos encontramos con algo que habíamos visto en Guadalajara: los objetos no eran necesariamente el punto focal de las obras sino una parte de la práctica conceptual de la artista. Tahanny nos hablo del duelo, su respectivo proceso y la abstracción del tiempo por medio de éste. Nos llevó a través de las historias de su familia y de su identidad, y todos nos quedamos estupefactos por la experiencia de escuchar a un artista hablar de una manera tan elocuente sobre trabajo tan difícil e increíblemente personal.
Luego visitamos a Ruth Aragón, una artista muy joven cuya timidez era tan impresionante como su inteligencia. Tan pronto llegamos nos pasó unas cervezas Shiner y nos habló sobre su transición del mundo del diseño al del arte contemporáneo. Había estado experimentando con la pintura, pero trabajaba con un tipo de papel muy específico y frágil para crear ilusiones de textura y profundidad. A su vez, no se había alejado mucho de sus experiencia con el diseño.
Nuestra última visita fue con el influyente y determinado artista Leo Marz, un líder en la comunidad. Había estado trabajando en pinturas conformadas por diferentes niveles de abstracción de imágenes de Pokemón. Cada serie era más y más abstracta y, en vez de hacer referencias directas, construía un lenguaje con colores y formas figurativas.
Leo fue nuestro amuleto de la suerte ese día. Nos pusimos cómodos y, de modo placentero, la conversación pasó de su trabajo hacia su opinión sobre la escena del arte en Monterrey. Leo nos explicó que hacía falta una formación sustancial en el arte de la ciudad. Decía que había mejorado pero que todavía era insuficiente, y esto apaciguó algunas de nuestras preocupaciones. La ciudad se sentía difícil e inasible porque precisamente así era. A ninguno de nosotros se le ocurrió aceptar y admitir que esa dificultad era la identidad de Monterrey. Leo nos aseguró que las disparidades de las que habíamos sido testigos—una extrema identidad estadounidense o una extrema identidad mexicana y nada en el intermedio—era, en efecto, la ciudad en sí. Nos aseguró que no éramos capaces de asir una “escena” artística porque la escena artística no había fundado sus cimientos todavía. Nos fuimos agradecidos con Leo; el estrés de que algo se nos escapara se había desvanecido.
Luego nos sentamos a comer cabrito, una delicia tradicional de Monterrey, donde todo es carne y más carne todo el tiempo. Era nuestra última comida en la ciudad y la cadena kitsch El Rey del Cabrito parecía el escenario perfecto de exceso contradictorio para concluir nuestra estancia en Monterrey. Nuestra relación con la ciudad era algo que tendríamos que trabajar; mantener en pie. La dificultad perpetua de Monterrey era un efecto secundario de sus constantes altibajos y crea el trabajo necesario para los individuos que todavía están aprendiendo a colaborar juntos de construir la ciudad artística que tanto anhelan. Nos fuimos aliviados de que no simplemente se nos había escapado algo sino, más bien, nuestro esfuerzo por “entender” era una señal de un malentendido más grande. Abordamos el vuelo atrasado hacia nuestro hogar de la Ciudad de México.
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Gracias, Monterrey, y un agradecimiento a Coka Treviño, Isa Natalia Castilla, Daniela Elbahara, Eliud Nava y Marco Treviño por su orientación y cuidado. Hubiéramos estado aún más perdidos sin ustedes.
Próxima parada: la Ciudad de México