Editor’s note: This article is also published in English on Glasstire. Find that here.
Nota del editor: Este artículo se publicó originalmente en inglés en Glasstire el 1 de marzo de 2022.
Traducción de Gustavo Carvajal.
Pegajosos debido al aire caluroso, la artista Natalia Padilla y yo llegamos a nuestro hotel incrustado en un chalet colonial del barrio San Benito en El Salvador. A pesar de que habíamos ordenado dos camas, en la habitación solo encontramos una, así que les pedimos que la remplazaran por mobiliario separado. Una vez hecho el cambio, Padilla bromeó: “creo que nos acabamos de divorciar”. Nuestra presencia no pasa desapercibida en El Salvador, el país más pequeño de América Latina. Los enterizos de diseñador los enterizos de diseñador estadounidense que lleva Padilla y mi largo cabello rubio oscuro no se ven por aquí con frecuencia. La idea de que el personal del hotel creyera que éramos una pareja cuando hicimos la reservación era divertida, pero al llegar pudieron darse cuenta de que éramos cualquier cosa excepto marido y mujer.
Padilla es una artista de Dallas que desarrolla programas educativos para proyectos financiados por la ciudad, como LOCAL, una guía bilingüe en inglés y español para inmigrantes reubicados a Dallas. Ella nació en Slidell, Louisiana, pero pasó toda su infancia en El Salvador. Después de graduarse de la preparatoria volvió a los Estados Unidos para continuar sus estudios. Cuando ella me preguntó el pasado invierno si me gustaría acompañarla en un viaje por su tierra, supe que se me presentaba la oportunidad única de conocer Centroamérica a través de la mirada de alguien verdaderamente bicultural.
Y de verdad que conocimos El Salvador. En El Zonte tuvimos una charla con Simón Vega, artista representado por la galería Liliana Bloch en Dallas. En Santa Tecla, vimos pinturas folclóricas en los muros de la casa de los abuelos de Padilla. A las afueras de San Salvador, visitamos los estudios de artistas miembros de FAVRIKA, un colectivo dirigido por Ronald Morán. En el centro de la capital, visitamos el Museo de Arte de El Salvador (MARTE) para ver la exposición individual de Morán, así como la colección de arte contemporáneo salvadoreño que alberga el museo. Más sobre esto en un próximo artículo.
La valoración estética en El Salvador tiene sus paradojas. Vega nos dio algunas luces sobre este asunto mientras tomábamos un café: “yo he hecho algo de curaduría, en su mayoría porque nos hacen falta curadores”. El fondo de este comentario es que El Salvador carece de la infraestructura necesaria para sostener una economía del arte como la que disfrutan sus vecinos (en concreto, México, aunque también los Estados Unidos y Guatemala entran en esta categoría). Ese sentimiento de que a las instituciones del país se les dificulta alcanzar un estatus de organización similar al de países vecinos nos fue reiterado a lo largo de todo el viaje. En algunas circunstancias, esto fue achacado a la bien conocida condición de El Salvador como el país geográficamente más pequeño de América Latina, al contrario de otros países que son más grandes y cuentan con mayores recursos.
A pesar de todo esto, en El Salvador estética y cultura encuentran su correspondencia al nivel de las calles, las cuales son rústicas y están pintadas de colores vivos, con elementos tomados de la nación colonizadora, España. Por todas partes hay tiendas que muestran pequeñas versiones de los íconos salvadoreños, incluida su comida: pupusas, curtido (un tipo de col salvadoreña) y salsa roja. A aquello que es tradicional se le llama “típico”, lo que suena como si los salvadoreños vieran las necesidades básicas de la vida como típicas. Padilla me preguntó si podía percibir que el ritmo de la vida en El Salvador es más lento que en Estados Unidos, y yo tuve que darle la razón. Para quien está de vacaciones se siente como un bienvenido descanso. Para la gente local, simplemente es la manera como son las cosas; la comida es barata, pero el menú es limitado.
El Salvador también tiene sus demonios. Los volcanes que rodean San Salvador hacen que la actividad tectónica siempre esté latente; nosotros sentimos al menos un temblor mientras estuvimos visitando la zona central del país. El Departamento de Estado de los Estados Unidos actualmente califica a El Salvador con un nivel de peligrosidad tres, subtitulado: “reconsidere su viaje”. Esto quiere decir que para el gobierno la violencia en El Salvador es rampante. A pesar de que las personas de mayor edad advierten sobre los peligros de la ostentación exagerada de dinero o de pasearse solo después del atardecer, nuestra experiencia moviéndonos a lo largo del país, al menos la mayoría del tiempo, fue tan tranquila como ordenar un servicio de transporte.
No obstante, la estética de la preocupación persiste a través del país. “La guerra”, es decir, la guerra civil salvadoreña (1979-1992), es invocada con frecuencia en el arte, los medios y la conversación. Morán elabora símbolos e iconografía inspirados en la dolorosa historia del conflicto, mientras que Vega realiza obras sobre la tendencia que tienen los imperios coloniales a priorizar la exploración extravagante en lugar de invertir en los lugares que han trastornado. Juan Carlos Recinos Guzmán, miembro de FAVRIKA, pinta retratos que se ubican en la intersección de una identidad étnica perdida y el deseo existencial de conocerse a sí mismo.
En El Salvador, el orgullo nacional viene acompañado de crítica. Es otro más de los aspectos binarios del país: la invitación a discutir preguntas muy personales, aunado con una intimidad asumida por el visitante. La familiaridad y la generosidad marcan la mayoría de interacciones humanas, ya sea para hablar de arte o para ordenar el almuerzo. El Salvador siempre es cálido.
En mi próximo artículo, discutiré el trabajo de los artistas que conocimos en El Salvador.