Editor’s note: This article is also published in English on Glasstire. Find that here.
Traducción de Yolanda Fauvet y Paulina H. Marroquín.
Nota del editor: Este artículo se publicó originalmente en inglés en Glasstire el 23 de marzo del 2023. Este ensayo fue el ganador del North Texas Glasstire Art Writing Prize del 2023
— Dedicado a les contaminades que amo y me amanMientras mis hermanos se acaban su porro prerrolado, yo troto en mi lugar, intentando derretir lo que se siente como torrentes de hielo que recubren mis extremidades. Los meteorólogos dicen que es el invierno más frío del resto de nuestras vidas; intento no imaginar cómo será el invierno más cálido. Estoy con Sam y Ben, mi hermana y hermano extexanos, al igual que sus respectivas parejas. Cuando estamos juntos así, saboreamos la alegría de ser queer de sangre; sentimos que nos hemos ganado la lotería genética, tuvimos un golpe de suerte con cinco (de seis) hermanos queer. Pero sabemos que, como todo el mundo, somos tan sólo el resultado de una serie de imposibilidades.
Es el 30 de diciembre del 2021 y estamos de pie afuera del New Museum, un pilar de la escena artística contemporánea de la ciudad de Nueva York. Nos turnamos para burlarnos de los hedonistas consumidores del cercano barrio de SoHo, aunque también nosotros tenemos bolsas de compras bajo nuestros brazos. Se siente bien arremeter contra esa hipocresía que viene con conocerse a sí mismos y que sólo se permite entre familia. Somos maliciosos y queer, pero somos maliciosos y queer juntos.
Adentro, está calientito y el arte es abundante. La trienal del museo del 2021, Soft Water Hard Stone [Agua blanda piedra dura], reúne a un puñado de superestrellas del arte contemporáneo que están trabajando con video, escultura, pintura y textiles. En la que quizá sea la más hermosa violación de seguridad ambiental, Networks for Rupture and Dispersal [Redes para la ruptura y dispersión] de Jes Fan utiliza un material menos convencional: Phycomyces zygospore, conocido como moho. En la esquina de una de las galerías en uno de los cuatro pisos, el escultor multidisciplinario trans ha articulado dos estructuras de vidrio, parecidas a hormigueros, llenas de cultivos líquidos de este hongo. Los interiores brumosos de estas estructuras, que lentamente se van haciendo de un beige opaco, pavonean su toxicidad sin preocuparse por la esterilidad de su alrededor. Son ominosas, turbias y desvergonzadas. Naturalmente, me encantan.
En cuclillas frente a Networks de Fan, recuerdo mi breve paso por el circuito de las ferias de ciencia del bachillerato. Gracias a mi proyecto de décimo grado, avancé a las internacionales con mi investigación sobre cómo aislar y utilizar un ácido antibiótico del helecho acuático invasivo, Salvinia molesta. Ese otoño, en el 2016, pasé mis almuerzos tentando a la suerte en el laboratorio de química; parecía sólo una cuestión de tiempo para que Bacillus cereus, Escherichia coli o Staphylococcus aureus pidieran un aventón en mi sándwich de pavo y queso y se expandieran a lo largo de mi cuerpo. Las esculturas de vidrio de Fan capturan el suspenso de la infección bacteriana relativamente desconocido fuera de los laboratorios bioquímicos. Nos recuerda que el vidrio es una sustancia hecha para mostrarnos cosas, una manifestación física de palabras como revelar y dilucidar. Sin la manera que tiene el vidrio de demostrarnos transparencia, todas esas palabras serían demasiado abstractas. De hecho, el uso moderno de transparente deriva de una palabra del latín medieval del siglo XV, transparentem, que significa “dejar ver la luz a través”. Aunque probablemente el moho es una de esas cosas que preferiríamos mantener ocultas.Fan utiliza deliberadamente vidrio para revelar el flujo indomable de la infección al consumir una red, una cultura, una placa de Petri, un cuerpo. Sin embargo, incluso expuesto de manera tan frontal, el moho de Fan crece demasiado lento para verlo multiplicarse. Sin importar cuánto tiempo me quedara observando los tubos, todo lo que vi fueron las consecuencias de la infección, nunca el inicio. No hubo paciente cero, ni María Tifoidea, ni chimpancé o cerdo enfermo. De hecho, a medida que las esporas de moho se reproducían manchaban su cubierta con un fluido pantanoso, como si pidieran amablemente privacidad a los mirones.
Me di cuenta de que estas obras se tratan tanto de transparencia como de secretos; como cuerpos, las esculturas se vuelcan sobre sí mismas, enroscándose en una película similar a la piel justo en el punto de la revelación. “El polo opuesto al deseo es en realidad el miedo, ¿no?”, ha dicho Fan, “y ambos son siempre un estira y afloja”. Aunque tácito, el miedo a la contaminación germinó entre los visitantes del museo, y sin embargo, en el poco tiempo que estuve de rodillas frente a las piezas, muchos otros se me unieron con valentía. El deseo había entrado a la habitación. Algo instintivo nos atrajo hacia este peligro seductor: estábamos aprendiendo a encontrar la belleza en amar la infección.
Al recordar mi experiencia en el New Museum, comienzo a darme cuenta de las extensas implicaciones de la hermosa pesadilla de Fan. Para las personas queer, como Fan y como yo, la retórica de la contaminación ha tenido una larga y frágil historia. Palabras como enfermedad y contagio se han utilizado con frecuencia para justificar la separación de las poblaciones LGBTQ+ de la mayoría “sana”. La otredad, en general, ha sido marcada como un patógeno oculto para corroborar las ideologías aislacionistas de la blanquitud, la heterosexualidad, la dominación masculina y la transfobia. Hemos sido objeto de cazas de brujas con el único propósito de revelar las impurezas que existen entre la población “normal”.
En una sesión informativa el 15 de octubre de 1982, el entonces secretario de Prensa Larry Speakes y el reportero Lester Kinsolving bromearon abiertamente sobre lo que llamaron “la plaga gay”. Durante el curso de las siguientes cuatro décadas, esta supuesta “plaga gay” cobró más de 650 000 vidas sólo en Estados Unidos. Más recientemente, los expertos políticos conservadores han adoptado el lenguaje seudocientífico de la “disforia de género de inicio rápido” (ROGD, por sus siglas en inglés) para describir un nuevo “contagio social” que merodea los peligrosos baldíos de las redes sociales de nuestros hijos. Los afectos queer y trans siempre han estado al centro de estos pánicos morales: como bacterias en una placa de Petri que parecen decir “no te acerques demasiado, no querrás que se te pegue lo que tenemos”.
Al crecer no sólo queer, sino perceptiblemente queer, era consciente de las muchas maneras en las que mi afecto podía ser malinterpretado. Por supuesto, el afecto ya es un objeto que se cae de riesgoso: el consentimiento siempre es clave para asegurar que ambas partes están cómodas. Para mi yo joven y extravagante, se sentía como si me hubieran dejado caer en medio de un campo minado. Mi naturaleza afeminada hizo que las relaciones con los chicos de mi edad fueran frágiles, volubles y, a la larga, superficiales. Siempre les gustaba, pero sólo a la distancia: le pícare queer de Plano, Texas. Asumí la carga del cuidado, volcándome sobre un cuerpo como un monstruo impuesto. Me convertí en un patógeno indetectable y dejé de ser una amenaza para los demás.
Todo eso cambió eventualmente. No la sensación de contaminación, esa se quedó, como la rígida sustancia viscosa que cubre Networks de Fan. En su lugar encontré a las pocas personas que no les importaba quedarse durante mi cuarentena. Pudimos darnos entre nosotros el tipo de cuidado íntegro que merecíamos y necesitábamos. Fue sólo después que todos salimos del closet: lo queer que compartíamos podría explicar las atracciones iniciales, pero en algún momento olvidamos que habíamos sido “infectados” en primer lugar. Nos relajamos y llegamos al tipo de afecto que sólo el reconocimiento mutuo puede originar.Jes Fan ha plasmado este afecto contagioso en su arte: lo que nos aterroriza sale a la luz y respiramos el mismo aire. En esos breves momentos de acceso ininterrumpido, él no puede librarnos de nuestra inclinación a estremecernos, ni tampoco lo intenta. En cambio, podríamos comenzar a comprender nuestro escurridizo lugar en este mundo imposible lleno de cosas que viven y mueren.